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El valor y la identidad de un destino turístico

El Puerto de la Cruz fue el primer municipio de Canarias en acoger al turismo de lujo que venía desde Europa, allá por la década de los 60 del siglo pasado.

Lo que fuera un pequeño pueblo pesquero rodeado de plataneras pasó pronto a ser un destino turístico de primer orden, sin apenas tiempo para asimilarlo. Su desarrollo estuvo marcado por aquel boom turístico. Pese a que décadas más tarde, el destino perdiera protagonismo con respecto a otras zonas emergentes del sur de la isla, el Puerto de la Cruz cambió para siempre.

Entre sus ajustados nueve kilómetros cuadrados, el municipio converge en torno a su litoral y crece hacia el interior, ocupando las faldas del Valle de La Orotava, en la costa norte de Tenerife.

El muelle es el lugar más icónico del pueblo. En él todavía pueden verse algunas barcas fondeadas de las últimas generaciones de pescadores que se resisten a abandonar una tradición familiar que sigue ocupando un lugar importante en la memoria colectiva del municipio.

A vista del visitante, las calles mantienen una estética singular que mezcla las construcciones del casco (algunas casonas de arquitectura tradicional canaria, o las casas de La Ranilla, antiguo barrio marinero) con hoteles y apartamentos de estética setentera. Un paseo que mira al mar permite recorrer de un extremo al otro todo el municipio. El casco es una mezcla que guarda, por un lado, la esencia de sus orígenes en forma de casas históricas, balcones canarios, plazas ajardinadas y adoquines. Por el otro, el efecto no deseado de los innumerables comercios destinados al turista, algo decadentes.

El Puerto de la Cruz afronta en la actualidad grandes retos que determinarán el valor del destino para las próximas décadas. Junto a la construcción de algunas infraestructuras de gran calado, como el muelle deportivo y pesquero con su parque marítimo (demanda histórica del municipio), existe la necesidad de diferenciarse con respecto a otras zonas turísticas de la isla.

Frente a otros lugares vacíos diseñados expresamente para acoger al turismo masivo de sol y playa, una de las grandes fortalezas del Puerto de la Cruz es el valor de su historia, aquellos rasgos que lo acercan a una experiencia auténtica que permita al turista no sólo disfrutar de un buen clima y las playas de la isla, sino además hacerle sentir que se encuentra en un lugar con identidad propia, conectado tanto con el pueblo marinero de sus orígenes, como con la gran referencia turística que el municipio representa.

Esa personalidad la definen precisamente aquellos activos que han ido poco a poco perdiendo protagonismo. Hablo de la arquitectura tradicional de su casco escondida bajo carteles comerciales, de los paseos que evocan a rincones centenarios, por supuesto de los grandes exponentes del legado de César Manrique a lo largo de todo el espacio urbano, su gastronomía local, el sentimiento de pertenencia de su gente y los valores que les identifican con el municipio, y, por encima de todo, del mar. El mar como discurso, como hilo conductor. El mar como la pieza desde la que deben encajar todas las demás.

Garachico, un viaje en el tiempo

Artículo elaborado para Promotur, Turismo de Canarias, publicado aquí

Escribo estas líneas junto al mar, sentado frente a uno de los charcos naturales de El Caletón, en la Villa de Garachico, Tenerife. Mis pies cuelgan. Abajo, a escasos centímetros, queda el océano hoy tranquilo haciéndose hueco entre estas cavidades de lava que dejó la erupción volcánica de 1706.

Resulta imposible entender este pueblo, disfrutarlo, sin hacer especial atención a su íntima relación con el mar. Antaño principal puerto de la isla, lugar de gran prosperidad por el que circulaban mercancías desde América hacia Europa, Garachico ha sabido superar grandes reveses históricos para convertirse en unos de los principales atractivos turísticos de Tenerife.

 Y con razón. Les hablo de un pequeño pueblo enclavado entre montañas cuya base se asienta sobre coladas de lava ganadas al mar. Su casco histórico, monumental, contiene multitud de casas señoriales que apelan a la bonanza de otros tiempos. Aquí vivieron las familias más acaudaladas de la isla, mercaderes, armadores, comerciantes, agentes de compañías nacionales y extranjeras. Un paseo por sus calles adoquinadas resulta ser un apasionante viaje en el tiempo.

Por eso, te aconsejo que disfrutes tranquilo de cada rincón. Déjate llevar por el ritmo isleño que aquí impera. Una calma acompasada por la cadencia del mar, percibida desde casi cualquier lado. Las calles de Garachico huelen a salitre. En el aire, la sal marina termina por completar un elixir que actúa instantáneo. Compruébalo tú mismo. Aquí, no existen las prisas.

 Hoy conservada en perfecto estado, la fortaleza que tengo a mis espaldas se ubica incrustada en mitad de estos charcos de El Caletón. El Castillo de San Miguel servía para proteger a la isla frente a posibles ataques de piratas e invasores. A escasos metros, dirección hacia el interior del pueblo, está situada la puerta al muelle antiguo que quedó devastado por el volcán. Ahora da entrada a un precioso parque con jardines, pequeño pulmón verde para este pueblo de mar.

Garachico no se entiende sin el mar. De hecho, sus límites lo marcan dos muelles. El primero, el que encuentras nada más llegar tras rebasar el famoso túnel interminable de agujeros, resulta ser un puerto deportivo al uso, de reciente construcción. Sin embargo, yo sugiero el muelle viejo, ubicado al final del pueblo. Imaginen un entrante de mar que toma el rol de piscina natural. Pese a que también existe una pequeña cala, el brazo de este muelle, hoy en desuso, se ha convertido en lugar preferido de disfrute para los bañistas.

Las formas caprichosas y escarpadas de las montañas que rodean la bahía, su disposición casi vertical, otorga al rincón un estado perpetuo de tranquilidad. Baja las escaleras y siéntate mirando el mar. Tal vez encuentres a alguien tomando el sol, leyendo un libro. Quizá también un pescador aislado en sus pensamientos. En el agua, el ritmo lo suele marcar la brazada ligera pero constante de algún nadador solitario, quien sin saberlo, da las claves para el disfrute pleno del ratito y del lugar.

 El paisaje urbano de Garachico refuerza la idea de estar paseando ante una Canarias que fue. Casas nobles se mezclan con otras cuyas fachadas austeras han sido conservadas realzando su estado original. Sus puertas abiertas, hábito isleño que se ha ido perdiendo pero aquí parece hacer frente a los tiempos, rinden homenaje a la hospitalidad y al carácter abierto del canario.

En las calles, el ambiente sosegado invita a no levantar demasiado la voz. Pasea tranquilo, explora sin miedo a perderte. Una única recomendación: acaba el camino en la Plaza de la Libertad, junto a la Iglesia. En este espacio público entrañable, rodeado de casonas, árboles y jardines, busca un banco o una terraza para sentarte y contemplar la vida de un pueblo desde su epicentro.

 Sigo sentado junto a estos charcos. Sus figuras caprichosas, ubicadas entre el paseo que atraviesa todo el litoral y el mar, dejan entrar y salir la corriente por diferentes direcciones. Las opciones son múltiples. Puedes ir saltando entre las rocas e incluso llegar a mar abierto para bañarte. Estas piedras volcánicas, las mismas que en su día sepultaron gran parte de lo que fue este pueblo, representan hoy parte de la esencia de Garachico.

Desde aquí me recibe el Atlántico. A un lado el famoso Roque, seña de identidad del municipio. Al otro se divisa el faro de Punta de Teno, marcando el margen noroeste de la isla. Si miro atrás se intuye el pueblo, la iglesia y sus casas más altas, delante de la cordillera que lo vigila. Creo que no puedo pedir más. Estos charcos me han dado la imagen perfecta para recordar a esta Villa de Garachico. La viva expresión de un lugar. Con ella me quedo.

Lanzarote: isla de colores, isla de contrastes

Artículo publicado en la web oficial de turismo del Gobierno de Canarias. Enlace aquí.

 

Hace apenas un año tuve la oportunidad de visitar Lanzarote con unos amigos. Fue un viaje relámpago que apenas pude planificar y con muy poco tiempo para hacer turismo. Siendo ambiciosos, planteamos recorrer la isla en coche, de punta a punta, con la idea de llevarnos una impresión más o menos completa del paisaje conejero. El plan, que en un principio nos parecía un poco descabellado, permitió que disfrutáramos de un día completo, aprovechado al dedillo.

La idea es alternar la travesía en coche con ciertas paradas clave que ayudan a redondear la propuesta. Lanzarote es una aventura de múltiples colores. Por eso, la ruta en carretera es un viaje de contrastes, sus vías peinan el paisaje volcánico que moldea el alisio. No se trata de ir a toda prisa. La isla misma será la que marque el ritmo. Es un día para usar la cámara, compartir el viaje con tus acompañantes, y sobre todo para dejarse llevar por el espectáculo natural que vas encontrando.

 

Rumbo al Norte

Convencidos de que la mañana da para mucho, madrugamos decididos para poner rumbo hacia el interior de la isla. La primera parada es en la antigua capital: la Villa de Teguise. El pueblo se ordena entre casas blancas impolutas con puertas verdes y calles adoquinadas que invitan a bajar la voz. Desde temprano, el sol se planta con descaro y nos anima a pasear por los alrededores de la iglesia. Teguise nos conquista, salvo por algunos comercios dedicados al turista, todo parece conservado en su estado original. Rincones artesanos, la plaza del pueblo. El lugar invita a imaginar cómo era la vida del pueblo 50 años atrás. Nos contaron que cada domingo hay un mercadillo en el que se exponen los productos típicos de la isla: quesos de cabra, vinos de malvasía, artesanía, etcétera. Una pena no haber coincidido, aunque esto sirviera para no entretenernos y continuar el plan establecido.

 

 

Nuestro segundo destino es el pueblo de Haría. Para ello, salimos desde Teguise dirección norte y atravesamos una carretera que se cuela ascendente entre valles yermos color miel. El trayecto, salpicado con montañas de formas caprichosas, permite disfrutar unas vistas impresionantes desde el corazón mismo de la isla y hacia todos sus puntos. Antes de llegar hicimos dos paradas, ambas recomendables: la primera, en un mirador que apunta hacia el barranco de Tenegüime; y otra que nos permitió divisar el pueblo desde arriba. Tras tomar algo para reponer fuerzas, seguimos adelante rumbo hacia el Mirador del Río.

La visita al Mirador enseña la isla de La Graciosa imponente desde lo alto del Risco de Famara. El lugar fue diseñado por César Manrique, arquitecto y artista canario gran defensor de la conservación del medio natural de Lanzarote. Su visión se percibe en la propia construcción del Mirador, el cual queda completamente oculto en la roca que lo ocupa. Echar un vistazo desde aquí hacia el Archipiélago Chinijo (formado por las islas de La Graciosa, Alegranza y Montaña Clara; y los islotes de Roque del Este y Roque del Oeste) es saludar desde arriba al primer punto en el que el Atlántico toca desde el norte a las Islas Canarias. A lo lejos, inmenso, el horizonte se confunde con el cielo, dibujando un marco azul infinito.

 

Timanfaya

Somos conscientes que dejamos atrás visitas clave, como los Jameos del Agua, la Cueva de Los Verdes ó incluso La Caleta de Famara, lugares muy recomendables pero que requieren al menos media jornada para su disfrute. Con esa premisa bajamos por la carretera de la costa este de la isla, pasando por Arrieta, fijando nuestro próximo destino en el Parque Nacional de Timanfaya. Llegamos a Arrecife y tomamos la salida hacia San Bartolomé, isla adentro, hasta llegar al conjunto arquitectónico del Monumento al Campesino, otro homenaje de Manrique a su isla natal. Desde aquí se reparten las vías hacia todas la direcciones posibles del mapa insular. En la rotonda, debes coger dirección a Tinajo para cruzar la isla de este a oeste. Tras pasar Mancha Blanca, entrarás de lleno en Timanfaya.

La experiencia de conducir entre lava deja una doble sensación, un tanto ambigua. Por un lado el lugar hipnotiza a medida que avanzas. Asusta el vacío pétreo de la piedra volcánica convertida en paisaje. Un negro plomizo que se manifiesta callado, sugiriéndote que quizá el lugar no sea real. Frente a las Montañas del Fuego, las ideas se anulan teñidas del rojo difuminado de sus laderas, ante la violencia del escenario mítico que surgió después del volcán. Timanfaya es un planeta dentro de una isla. Un lugar que se te quedará grabado para siempre.

 

La tarde soñada

La carretera del Parque Nacional termina justo en el pueblo de Yaiza, un núcleo urbano de casas blancas rodeadas por picón del volcán que los isleños usan para la siembra. Antes de seguir hacia el sur, decidimos visitar La Geria dejando atrás el pueblo de Uga. El paisaje es otro auténtico espectáculo: plantaciones de viña distribuidas en medios arcos, cada uno de ellas con su propio hueco en la tierra, con el fin de protegerlas del viento. El resultado es simplemente único. Más si cabe, porque decidimos comer en mitad de la nada, en un establecimiento solitario al que accedimos por una pista de tierra y cuya terraza nos regaló las vistas soñadas hacia el horizonte. Una panorámica copada por montañas saturadas de viñedos junto alguna que otra palmera solitaria. En este escenario y probando el vino malvasía de la tierra, el ratito que allí pasamos entre almuerzo y sobremesa es todavía recordado por los presentes.

Desde el principio del día habíamos planeado acabar con un baño en la Playa de Papagayo, ubicada al sur, cerca del núcleo urbano de Playa Blanca. Se trata de una serie de calas de arena amarilla y aguas de color turquesa, separadas entre si por pequeños desfiladeros y acantilados. Llegamos a Papagayo con tiempo de sobra para algo en el chiringuito y darnos varios baños en la playa. Hasta aquí, el reto estaba más que superado. No contamos con el broche de oro que nos aportó la espectacular puesta de sol desde los altos de la playa. La imagen que guardo grabada en la memoria, la constatación de nuestro éxito, es la luz leve de aquel sol despidiéndose. Aquella claridad escasa proyectada sobre los múltiples tonos de tierra que allí conviven. Era el homenaje perfecto a todo lo vivido aquel día.