Artículo publicado en la web oficial de turismo del Gobierno de Canarias. Enlace aquí.
Hace apenas un año tuve la oportunidad de visitar Lanzarote con unos amigos. Fue un viaje relámpago que apenas pude planificar y con muy poco tiempo para hacer turismo. Siendo ambiciosos, planteamos recorrer la isla en coche, de punta a punta, con la idea de llevarnos una impresión más o menos completa del paisaje conejero. El plan, que en un principio nos parecía un poco descabellado, permitió que disfrutáramos de un día completo, aprovechado al dedillo.
La idea es alternar la travesía en coche con ciertas paradas clave que ayudan a redondear la propuesta. Lanzarote es una aventura de múltiples colores. Por eso, la ruta en carretera es un viaje de contrastes, sus vías peinan el paisaje volcánico que moldea el alisio. No se trata de ir a toda prisa. La isla misma será la que marque el ritmo. Es un día para usar la cámara, compartir el viaje con tus acompañantes, y sobre todo para dejarse llevar por el espectáculo natural que vas encontrando.
Rumbo al Norte
Convencidos de que la mañana da para mucho, madrugamos decididos para poner rumbo hacia el interior de la isla. La primera parada es en la antigua capital: la Villa de Teguise. El pueblo se ordena entre casas blancas impolutas con puertas verdes y calles adoquinadas que invitan a bajar la voz. Desde temprano, el sol se planta con descaro y nos anima a pasear por los alrededores de la iglesia. Teguise nos conquista, salvo por algunos comercios dedicados al turista, todo parece conservado en su estado original. Rincones artesanos, la plaza del pueblo. El lugar invita a imaginar cómo era la vida del pueblo 50 años atrás. Nos contaron que cada domingo hay un mercadillo en el que se exponen los productos típicos de la isla: quesos de cabra, vinos de malvasía, artesanía, etcétera. Una pena no haber coincidido, aunque esto sirviera para no entretenernos y continuar el plan establecido.
Nuestro segundo destino es el pueblo de Haría. Para ello, salimos desde Teguise dirección norte y atravesamos una carretera que se cuela ascendente entre valles yermos color miel. El trayecto, salpicado con montañas de formas caprichosas, permite disfrutar unas vistas impresionantes desde el corazón mismo de la isla y hacia todos sus puntos. Antes de llegar hicimos dos paradas, ambas recomendables: la primera, en un mirador que apunta hacia el barranco de Tenegüime; y otra que nos permitió divisar el pueblo desde arriba. Tras tomar algo para reponer fuerzas, seguimos adelante rumbo hacia el Mirador del Río.
La visita al Mirador enseña la isla de La Graciosa imponente desde lo alto del Risco de Famara. El lugar fue diseñado por César Manrique, arquitecto y artista canario gran defensor de la conservación del medio natural de Lanzarote. Su visión se percibe en la propia construcción del Mirador, el cual queda completamente oculto en la roca que lo ocupa. Echar un vistazo desde aquí hacia el Archipiélago Chinijo (formado por las islas de La Graciosa, Alegranza y Montaña Clara; y los islotes de Roque del Este y Roque del Oeste) es saludar desde arriba al primer punto en el que el Atlántico toca desde el norte a las Islas Canarias. A lo lejos, inmenso, el horizonte se confunde con el cielo, dibujando un marco azul infinito.
Timanfaya
Somos conscientes que dejamos atrás visitas clave, como los Jameos del Agua, la Cueva de Los Verdes ó incluso La Caleta de Famara, lugares muy recomendables pero que requieren al menos media jornada para su disfrute. Con esa premisa bajamos por la carretera de la costa este de la isla, pasando por Arrieta, fijando nuestro próximo destino en el Parque Nacional de Timanfaya. Llegamos a Arrecife y tomamos la salida hacia San Bartolomé, isla adentro, hasta llegar al conjunto arquitectónico del Monumento al Campesino, otro homenaje de Manrique a su isla natal. Desde aquí se reparten las vías hacia todas la direcciones posibles del mapa insular. En la rotonda, debes coger dirección a Tinajo para cruzar la isla de este a oeste. Tras pasar Mancha Blanca, entrarás de lleno en Timanfaya.
La experiencia de conducir entre lava deja una doble sensación, un tanto ambigua. Por un lado el lugar hipnotiza a medida que avanzas. Asusta el vacío pétreo de la piedra volcánica convertida en paisaje. Un negro plomizo que se manifiesta callado, sugiriéndote que quizá el lugar no sea real. Frente a las Montañas del Fuego, las ideas se anulan teñidas del rojo difuminado de sus laderas, ante la violencia del escenario mítico que surgió después del volcán. Timanfaya es un planeta dentro de una isla. Un lugar que se te quedará grabado para siempre.
La tarde soñada
La carretera del Parque Nacional termina justo en el pueblo de Yaiza, un núcleo urbano de casas blancas rodeadas por picón del volcán que los isleños usan para la siembra. Antes de seguir hacia el sur, decidimos visitar La Geria dejando atrás el pueblo de Uga. El paisaje es otro auténtico espectáculo: plantaciones de viña distribuidas en medios arcos, cada uno de ellas con su propio hueco en la tierra, con el fin de protegerlas del viento. El resultado es simplemente único. Más si cabe, porque decidimos comer en mitad de la nada, en un establecimiento solitario al que accedimos por una pista de tierra y cuya terraza nos regaló las vistas soñadas hacia el horizonte. Una panorámica copada por montañas saturadas de viñedos junto alguna que otra palmera solitaria. En este escenario y probando el vino malvasía de la tierra, el ratito que allí pasamos entre almuerzo y sobremesa es todavía recordado por los presentes.
Desde el principio del día habíamos planeado acabar con un baño en la Playa de Papagayo, ubicada al sur, cerca del núcleo urbano de Playa Blanca. Se trata de una serie de calas de arena amarilla y aguas de color turquesa, separadas entre si por pequeños desfiladeros y acantilados. Llegamos a Papagayo con tiempo de sobra para algo en el chiringuito y darnos varios baños en la playa. Hasta aquí, el reto estaba más que superado. No contamos con el broche de oro que nos aportó la espectacular puesta de sol desde los altos de la playa. La imagen que guardo grabada en la memoria, la constatación de nuestro éxito, es la luz leve de aquel sol despidiéndose. Aquella claridad escasa proyectada sobre los múltiples tonos de tierra que allí conviven. Era el homenaje perfecto a todo lo vivido aquel día.